martes, 23 de diciembre de 2014

Feliz cumpleaños, Chus.

Tres cartas al Niño.


Detestaba Navidad. Mi mal humor empezaba con la venta de decoraciones en noviembre, y no se aliviaba hasta que se botara el árbol en enero. Me caían mal desde los rezos al Niño hasta los Santa Clauses del mall. Sin darme cuenta, siempre buscaba trabajos que me matuvieran muy ocupado esa temporada, con muchas horas extra, para no sentir nada, estar anestesiado, y de pronto desperar en año nuevo... “Qué dicha, ya pasó esa pega”. Al crecer fueron los tragos los encargados de adormecerme, pero luego ni eso cubría un hastío que me hacía candidato a engrosar la tasa de suicidios en la primer semana del año. Ahí toqué un fondo que me empujó a una exploración interior donde escribí tres diferentes cartas al Niño.

Lo primero fue descubrir que la depresión me mataba, palabra difícil de aceptar en mi mundo machista. ¿Por qué mi Navidad tenía sabor a muerte? Al anotar mis recuerdos, esa época en mi infancia traía maravillosos sabores de tamales, rompope, olor a ciprés, alegría con Mami (mi abuela, mamá postiza), hasta 1984. A partir de 1986 eran vacías sin ella. Mi mente tenía un bloqueo para 1985, cuando yo tenía 10 años y ella era enferma terminal en cuidados paliativos. Esa Navidad no había razón para celebrar, era el preámbulo de su muerte en enero siguiente. Muy en el fondo, evitaba el dolor de una pérdida en año nuevo, con agonía navideña. Siendo niño hice ayunos, oración, vigilias, todo lo que convencería a Dios de que ella no debía morir, según me dijeron algunos religiosos del barrio. Mi pedido esa Navidad era que Mami se curara, pero murió. A partir de ahí mi carta interna al Niño, silenciosa, era "Niño Dios, te odio, traidor, mataste a mi mamá".

La segunda etapa fue curar aquéllo, primero con lógica pura: En ningún lado Jesús prometió la inmortalidad de un cuerpo humano a los de alma buena. Santos como Juan Pablo II y la Madre Teresa se murieron, ¿No se iba a morir mi abuelita? ¿Sólo porque yo la amo entonces jamás enfermará? Dios no mató a mi mamá, la mató un cáncer gástrico. Odié entonces a aquéllos líderes religiosos que me dieron falsas esperanzas, para años después perdonarlos porque simplemente ellos actuaron de buena fe, sin saber cuánto daño causaban. Lo que Jesús nos presentó fue el mensaje de la nueva vida, del renacer, de la eternidad de mi alma. A él también le caían mal los mercaderes del templo. Pude ver que mi ira navideña era el camuflaje para esconder mi dolor. La segunda carta era "Niño Dios, te perdono. Gracias por venir".

Pasaron años para poder avanzar hacia una alegría sincera en Navidad. Sólo cuando nació mi hija en estas épocas, pude sentir amor puro, el que no pide nada a cambio. Entendí la Navidad como natividad, nacimiento. Supe que a Jesús lo visitaron magos astrólogos, que no eran reyes ni eran tres, para darle la importancia a su llegada; las estrellas anunciaban una nueva era. Luego entendí el mensaje de cada milagro suyo: en mi propia vida me convertí en el ciego que ya ve, el paralítico que ahora camina con sus propios pies, el loco que recobra el sano juicio. Ningún mago pedía regalos, los llevaban. Mi hoja para la Carta al Niño estaba en blanco. No era el acostumbrado pliego de peticiones caprichosas. Pude escribir la oración más sincera y más sanadora de mi vida, porque era honesta: ¨Dios, gracias". 

Ahora estoy realmente vivo, no necesito anestesia, perdono el pasado que ocurrió por alguna razón, me trajo hasta aquí, construyó lo que soy. Sé que Navidad es todos los días, porque cada día que sale el sol renace mi oportunidad para saborear la existencia. Se enterró el cadáver de lo que fui, hoy nace el bebé de lo que seré. Ya no hago carta al niño místico de cerámica, sino tarjeta de saludo a un amigo cercano. 
Por fin, simplemente escribo: “Feliz cumpleaños, Chus”.

César Monge Conejo, diciembre de 2015.