viernes, 13 de junio de 2008

Comprarle chances al cura.

Yo decía que jugaba lotería para ayudar a niños y ancianos. ¡Mentira! El lunes revisaba ansioso la lista pensando en qué gastaría el premio. Cuando no pegaba ni terminación me daba rabia; no me ponía feliz pensando que ese dinero iba al asilo o al orfanato. Si realmente quisiera ayudar, yo botaría el número días antes del sorteo, como si fuera un recibo, y no esperaría dividendos. Peor aún, la JPS explicó hace poco que de cada 100 colones que uno compra, se van 56 en premios, 12 en comisión de chanceros, 11 en impuesto de ventas, 8 en producción; al puro final llegan 4 al Instituto del Cáncer y 10 a los hogares de ancianos y orfanatos. El gran 86% no es lo que yo pensaba.

Digamos que sigo otro plan para ayudar al prójimo. Voy a misa y doy plata. Sumada con la de otros, son millones de dólares que la Iglesia tiene invertidos en Panamá en proyectos hoteleros, y acá en cerveza. De los intereses generados, buena parte se dedica a mantenimiento de iglesias. O sea, no financia a ticos pobres, sino a ricas empresas extranjeras, y la gran prioridad es atender edificios, no personas. Lástima.

Entonces, mejor no comparto con nadie. ¡Error! Lo que pasa es que soy muy vago. Quiero que la Junta o la Iglesia sean buenos samaritanos en mi nombre, sin que yo me ensucie las manos, y de paso me recompensen dándome el gordo o el cielo. Como si el cura vendiera chances para ser salvo, o parcelas de nubes en cómodas cuotas semanales. En el fondo me motivaba el deseo egoísta de hacer ganancias fáciles, sin trabajar. Avaricia y pereza, no amor al prójimo.

Así como nadie puede respirar por mí, no debo esperar que otros cuiden mi conciencia. Prójimo es el que está próximo a mí, tan cerca como unos metros, en mi barrio, no a varios kilómetros, en el templo. Si echo ₵1000 en las ofrendas, y compro en lotería otros ₵1000, tal vez ₵200, dando mucha vuelta, sí ayuden a mi hermano. Mejor los compro en arroz, ahora que viene escasez y lo dejo en la puerta de un vecino necesitado, sin que nadie, ni mi mano izquierda, sepa lo que hizo la derecha, y sabré con total certeza cómo se usó cada centavo.

¿Y si no tengo dinero? Mejor aún. Puedo dar algo mucho más valioso: tiempo. Leer cuentos en el hogar de ancianos, cocinar en el comedor infantil, enseñarle a alguien a leer, oír un rato las viejas historias de un abuelo, chapear el parque infantil, sembrar un árbol. Si no tengo plata, mejor doy unas horas de mi vida, a fin de cuentas, Dios también sabe que el tiempo es oro.

Publicado
1-La Nación, 13 de junio de 2008.
http://www.nacion.com/ln_ee/2008/junio/13/opinion1576718.html
2-Diario Extra, 18 octubre de 2008.
http://www.diarioextra.com/2008/octubre/18/opinion05.php